La Santa Cuaresma es el tiempo oportuno que la Iglesia nos regala para convertirnos a Dios, para volvernos a Él. Un tiempo favorable en el que el cielo se nos hace especialmente propicio.
Padre Feliciano Rodríguez
La Palabra de Dios nos exhorta a no ser ni indolentes ni cobardes: “No echéis en saco roto la gracia de Dios” (2 Cor 5).
Se trata de un itinerario espiritual y litúrgico de cuarenta días que nos conduce al Triduo Pascual, memoria de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor, corazón del misterio de nuestra salvación. Es un tiempo propicio para tomar mayor conciencia del amor de Dios, que nos salva por la redención de Cristo, y para vivir con más profundidad nuestro Bautismo, reforzando nuestra fe y alimentándola con abundancia en la Palabra de Dios.

En los primeros siglos de la Iglesia, este era el momento en que quienes habían aceptado el mensaje de Cristo iniciaban, paso a paso, su preparación para recibir el sacramento del Bautismo. Era un acercamiento al Dios vivo y una iniciación a la fe que se realizaba gradualmente, mediante un cambio interior de los catecúmenos.
Posteriormente, también los penitentes, y luego todos los fieles, fueron invitados a recorrer este camino de renovación espiritual, conformando su vida más plenamente a la de Cristo. Así, el período previo a la Pascua comenzó a vivirse como un tiempo de metanoia, es decir, de cambio interior y arrepentimiento.
Esta invitación a la conversión se extendía tanto a quienes se preparaban para el Bautismo como a los pecadores alejados de la Iglesia que buscaban la reconciliación, e incluso a quienes ya vivían su fe, pero experimentaban sus propias debilidades. A todos se les llamaba a este intenso proceso de renovación espiritual.
Cristo en el desierto, nuestro modelo
Jesús en el desierto durante cuarenta días es nuestro gran modelo para vivir este santo tiempo. En Él debemos fijar nuestros ojos y nuestro corazón especialmente en estos días, pues nos da fuerzas.
Fatigados por el continuo ajetreo de la vida, anhelamos la paz silenciosa de la plegaria íntima
El Evangelio nos dice que Jesús, impulsado por el Espíritu, se encamina al desierto. No va solo: lleva con Él a toda la Iglesia. Nosotros, llenos también del Espíritu Santo, debemos buscar, como por instinto, el desierto de la oración, la soledad de Dios. Nos dejamos llevar por el Espíritu para acompañar a Jesús en su desierto.
La soledad espanta al hombre esclavizado por sus pasiones. Para él, el ruido es indispensable para ahogar la voz de su conciencia, y el silencio le resulta insoportable. Pero la soledad no es vacío, sino plenitud. No es desierto, sino oasis.
Una invitación para alcanzar el propósito más profundo de tu existencia: la santidad.
Oración y penitencia: la clave de la victoria
Durante cuarenta días y noches, Jesús no comió. Penitencia, austeridad. Estuvo en el desierto entre las fieras. Sintió hambre. Y todo lo hizo pensando en nosotros.
Preveía nuestras pocas fuerzas, sabía que el mundo nos envolvería con su sabiduría enemiga de Dios, necedad a sus ojos (1 Co 3,19).
Quiso merecernos un suplemento de gracia para ser cristianos auténticos y portadores de la cruz.
Jesús nos muestra que la oración (el desierto) y la penitencia (el ayuno) son la clave de la victoria sobre Satanás. Solo quien se reviste de austeridad y vive una oración profunda puede triunfar sobre el enemigo en todos los frentes.
Las tentaciones de Jesús y nuestro combate espiritual
Jesús fue tentado por Satanás. Este episodio es clave para nuestra vida cristiana porque nos enseña a enfrentar nuestras propias tentaciones. No fueron solo tres tentaciones puntuales, sino un asedio constante a lo largo de los cuarenta días. El Evangelio dice “era tentado” en tiempo imperfecto, lo que indica que las embestidas fueron continuas.

Cada una de las tentaciones de Jesús resume los ataques que sufrimos todos los cristianos en nuestro camino hacia Dios:
- La tentación de la comodidad y el placer: Satanás sugiere a Jesús que convierta las piedras en pan (Mt 4,3). Le invita a buscar el bienestar inmediato, a usar su poder divino para satisfacer sus necesidades personales. Así nos tienta también a nosotros: a anteponer el placer y la comodidad a la voluntad de Dios. Nos susurra que sigamos nuestros impulsos sin límites, que hagamos lo que nos apetece sin pensar en las consecuencias. Pero Jesús responde con firmeza: “No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mt 4,4).
- La tentación del orgullo y la autosuficiencia: El diablo lleva a Jesús al pináculo del templo y le dice: “Si eres el Hijo de Dios, tírate abajo” (Mt 4,6). Lo desafía a demostrar su identidad con un milagro espectacular, manipulando incluso las Escrituras para justificarlo. Esta es la tentación del orgullo espiritual: la búsqueda de reconocimiento, de imponernos sobre los demás, de exigir a Dios que nos pruebe su amor con señales visibles. Pero Jesús responde con humildad: “No tentarás al Señor tu Dios” (Mt 4,7).
- La tentación del poder y la gloria mundana: Satanás muestra a Jesús todos los reinos del mundo y le promete dárselos si se postra y le adora (Mt 4,9). Le ofrece poder, dominio, éxito, a cambio de renunciar a la cruz. Es la tentación de querer el triunfo sin sacrificio, de buscar la grandeza sin esfuerzo, de hacer pactos con el mal para alcanzar nuestras metas. Pero Jesús responde con autoridad: “Al Señor tu Dios adorarás y a Él solo servirás” (Mt 4,10).