El fundador el Padre Tomás Morales, escribió cosas bellísimas de la Virgen María, que es Modelo, Maestra y Madre. En especial, en este mes de mayo hacía hincapié en su papel diferenciador en la historia de la Salvación: “Mayo, el mes de las flores, coincide casi siempre, con este tiempo maravilloso de la liturgia que es la Resurrección de Jesús. Primavera del alma, primavera de los espíritus, un renacer después de un invierno de letargo, de hielo, de frío… Una Iglesia que triunfa para siempre en el cielo, después de su peregrinar en la tierra“»“.
Continúa Tomás Morales: “Ahora comprendes por qué este mes de mayo que desde niño te acostumbraron a celebrar, no es algo sobreañadido sino que pertenece a la entraña misma del dogma, al corazón mismo de la liturgia. Ahora comprendo por qué el mes de mayo profundo es que yo viva con su dulce Nombre siempre en el corazón, resucitando de todo lo que sea amor propio, egoísmo”.
Y concluye: “De todo lo que sea envidia, sentimentalismo, vanidad, orgullo… Ahora comprendo por qué en esta época maravillosa del año en que celebramos la resurrección de tu hijo Nuestro Señor Jesucristo, tú vienes a mí como Madre querida en el mes más bello del año, en el mes de las flores“. (P. Morales)
La Virgen María MADRE de Dios
Muchas cosas se podrían decir sobre la maternidad de la Virgen: sobre su condición de Madre de Dios —increíble misterio y dignidad que jamás nadie habría podido soñar—, y también sobre su maternidad espiritual como Madre de todos nosotros, Madre de toda la Iglesia, tal como la proclamó san Pablo VI al concluir el Concilio Vaticano II.
La Iglesia confiesa desde siempre que María es verdaderamente Madre de Dios (Theotokos). Este dogma de la Maternidad Divina fue solemnemente definido por el Concilio de Éfeso en el año 431. Por eso, “desde los tiempos más antiguos, la Bienaventurada Virgen es honrada con el título de Madre de Dios, a cuyo amparo los fieles acuden con sus súplicas en todos sus peligros y necesidades” (Lumen Gentium, 66).
Tenemos la emocionante certeza de que “Dios escogió para ser la Madre de su Hijo a una hija de Israel, una joven judía de Nazaret en Galilea, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María” (Lc 1, 26-27; CIC 488).
Pero el regalo es todavía más grande, más impresionante: Dios quiso compartir a su Madre con nosotros, quiso darnos como Madre nuestra a su propia Madre. Una locura más de su amor que nunca podremos agradecer suficientemente.
el papa Francisco nos invita a confiar en Ella
“Jesús quiso extender la maternidad de la Virgen a toda la Iglesia, a todos los hombres. Y lo hizo cuando se la encomendó al discípulo amado, poco antes de morir en la cruz.
Desde aquel momento en que Jesús nos la entregó como Madre, todos nosotros estamos colocados bajo su manto. Así lo representan ciertos frescos y cuadros medievales, o lo expresa la primera antífona mariana en latín: Sub tuum praesidium confugimus, sancta Dei Genitrix —“Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios”—. La Virgen, como Madre a la que Jesús nos ha encomendado, nos envuelve a todos con su ternura.

La piedad cristiana, como un hijo que se desvive por alabar a su madre, le ha dado siempre a María los más bellos títulos. ¡Cuántas cosas hermosas dice un hijo a la madre que ama! Por eso, María está siempre presente junto a la cabecera de sus hijos cuando mueren. Si alguno se encuentra solo y abandonado, Ella está allí, como Madre, incluso cuando todos los demás se han marchado.
Las oraciones dirigidas a Ella no son vanas. Mujer del “sí”, que acogió con prontitud la invitación del ángel, también responde a nuestras súplicas. Escucha nuestras voces, incluso aquellas que permanecen cerradas en el corazón, sin fuerza para salir, pero que Dios conoce mejor que nosotros mismos. Ella las escucha como una Madre.
Como toda buena madre —o más aún—, María nos defiende en los peligros, se preocupa por nosotros, incluso cuando estamos distraídos por nuestras propias preocupaciones, cuando perdemos el rumbo, y cuando ponemos en peligro no solo nuestra salud, sino también nuestra salvación.
María está ahí, rezando por nosotros, rezando incluso por quienes no rezan, rezando con nosotros. ¿Por qué? Porque Ella es nuestra Madre”. (Audiencia general, 24 de marzo de 2021)
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La Virgen María MODELO de santidad
Además de ser nuestra Madre, María es también un modelo maravilloso para todos nosotros, sus hijos. Es el ejemplo perfecto de todas las virtudes vividas en su grado más alto. Su Corazón Inmaculado es como un cofre precioso que guarda todas esas virtudes.
María es llamada “Madre del amor hermoso”, una expresión tomada del libro del Eclesiástico: “Yo soy la madre del amor hermoso, del temor, del conocimiento y de la santa esperanza” (Eclo 24,18). Desde el siglo X, la Iglesia ha aplicado estas palabras a la Virgen. En María, la Iglesia contempla con gozo su espiritual belleza: la belleza como reflejo de la santidad y la verdad de Dios, fuente de toda hermosura, y como imagen viva de la bondad y fidelidad de Cristo, “el más bello de los hijos de los hombres”.
Como dice el Papa Pío XII, en María resplandece la delicadeza de su Corazón Inmaculado, su recogimiento y espíritu de oración, manifestado en el Evangelio cuando se dice que conservaba en su corazón todo lo que vivía con su Hijo (cf. Lc 2,19.51). Su amor a Dios brilla en el Magnificat, y su caridad hacia los demás se muestra en su visita a Isabel, en su preocupación por los esposos de Caná, y en su unión dolorosa a los sufrimientos de Cristo por la salvación del mundo.
A pesar de todo esto, María vivió en una humildad encantadora. Su vida estuvo llena de silencio, de trabajo doméstico, de oración y paciencia. No hizo milagros ni acciones extraordinarias, pero amó a Dios con todo su ser y al prójimo como a sí misma (cf. Mc 12,30-31). Por eso es el modelo perfecto de todos los cristianos: vivió el Evangelio en lo oculto, en lo sencillo, en lo cotidiano.
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Modelo para toda la Iglesia
En María brillan de manera excepcional las virtudes teologales: la fe, la esperanza y la caridad. Son actitudes esenciales para todo cristiano, y en Ella alcanzan su plenitud. Las vivió a lo largo de toda su vida y nos las enseña con su ejemplo.
Por eso, la Iglesia propone siempre a María como modelo para todos los fieles. Así lo dice san Pablo VI:
“En sus condiciones concretas de vida, Ella se adhirió total y responsablemente a la voluntad de Dios; acogió la palabra y la puso en práctica; su acción estuvo animada por la caridad y el espíritu de servicio; fue la primera y más perfecta discípula de Cristo. Todo esto tiene un valor universal y permanente. Por eso, toda la Iglesia encuentra en Ella la forma más auténtica de la perfecta imitación de Cristo”.
El Catecismo explica también por qué María nos atrae como modelo de santidad. Su “resplandeciente santidad del todo singular”, con la que fue enriquecida desde el primer instante de su concepción, le viene enteramente de Cristo. Fue redimida de la manera más sublime, en atención a los méritos de su Hijo (cf. LG 53).
El Padre la bendijo “con toda clase de bendiciones espirituales en Cristo” (Ef 1,3), más que a ninguna otra criatura. La eligió “antes de la creación del mundo para ser santa e inmaculada en su presencia, en el amor” (cf. Ef 1,4).
Los Padres orientales llaman a María “la Toda Santa” (Panaghia), y la celebran como inmune de toda mancha de pecado, creada como nueva criatura por el Espíritu Santo (cf. LG 56). Por gracia de Dios, María permaneció pura de todo pecado personal a lo largo de su vida (cf. CIC 492-493).
Por eso no es de extrañar que el Concilio diga estas palabras tan bellas:
“En la Santísima Virgen, la Iglesia admira y ensalza el fruto más espléndido de la redención y la contempla gozosamente como una purísima imagen de lo que ella misma, toda entera, ansía y espera ser” (SC 103).
La Virgen María MAESTRA de santidad
“Venid, hijos, escuchadme; os instruiré en el temor del Señor”.
Esta sentencia del salmo 34 bien puede aplicarse a la Virgen María, verdadera Maestra de santidad. Así lo entiende la Iglesia. Por eso los santos nos hablan de la “Escuela de María”, convencidos de que quien se acerca a Ella aprende a ser santo, queda contagiado por la belleza, la dulzura y la sabiduría de su Corazón. El Corazón Inmaculado de la Virgen es nuestra mejor escuela de santidad.
Las Iglesias de Oriente han representado a la Madre de Jesús como la Odighitria, aquella que “indica el camino”, es decir, el Hijo Jesucristo. Me viene a la mente ese bonito cuadro antiguo de la Odighitria en la catedral de Bari: sencillo, la Virgen mostrando a Jesús, desnudo, indicando que Él, hombre nacido de María, es el Mediador.

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En la iconografía cristiana, María está presente por todas partes, y a veces con gran protagonismo, pero siempre en referencia al Hijo y en función de Él. Sus manos, sus ojos, su actitud, son un “catecismo” viviente que siempre apuntan al centro, al fundamento: Jesús. María está totalmente dirigida a Él. Hasta el punto de que podemos decir que es más discípula que Madre. Recordemos sus palabras en las bodas de Caná: “Haced lo que Él os diga”. María siempre señala a Cristo; es la primera discípula. (Papa Francisco, 24 de marzo de 2021)
Es cierto que María no escribió ningún libro, no tuvo cátedra para enseñar, ni se dedicó a predicar. Y, sin embargo, fue maestra y formadora de Jesús, de los apóstoles, de la Iglesia, y de todos los cristianos. ¿En qué sentido?
San Epifanio la llama “el Libro sublime que ha propuesto al mundo la lectura del Verbo”. María es maestra porque, si queremos identificarnos con Cristo y dejarnos atraer por su ejemplo de santidad, Ella es el camino más sencillo. Es un “libro” que contiene todas las virtudes: la fe —“Dichosa tú que has creído”—, la esperanza —“Haced lo que Él os diga”—, y el amor —“Hágase en mí según tu palabra”—.
María, Maestra de oración
Es maestra también por la eficacia de su oración, por la autoridad de sus consejos y porque predica, no con palabras, sino encarnando al Verbo, escribiendo un libro con su propia vida. En definitiva, María es maestra porque ha dado al mundo al Maestro: Jesucristo, la Verdad por antonomasia (Beato Santiago Alberione).
María es, de modo especial, Maestra de oración. Mira cómo intercede ante su Hijo en Caná. Insiste con perseverancia y no se desanima… y lo consigue.
En la homilía de beatificación de los niños de Fátima, san Juan Pablo II invitó a los niños a matricularse en la escuela de María:
“Pedid a vuestros padres y educadores que os inscriban en la ‘escuela’ de Nuestra Señora, para que Ella os enseñe a ser como los pastorcillos, que buscaban ser todo lo que Nuestra Señora les pedía. Os digo que se avanza más en poco tiempo de sumisión y dependencia de María, que durante años enteros de iniciativas personales apoyadas en sí mismos”. (San Luis María Grignion de Montfort)
Así fue como los pastorcillos se volvieron santos tan deprisa. Una mujer que acogió a Jacinta en Lisboa, al escuchar los sabios consejos que la niña le daba, le preguntó quién se los había enseñado. “Fue Nuestra Señora”, respondió. Entregándose con total generosidad a la dirección de tan bondadosa Maestra, Jacinta y Francisco llegaron en poco tiempo a las cumbres de la perfección. (Fátima, 13 de mayo de 2000)
Aprendamos, pues, en la escuela de María de Nazaret el arte de vivir, el arte de orar y, sobre todo, el arte de amar a Jesús. Si María ha sido excelsa en algo, ha sido en el amor. Y si es el amor lo que nos va a salvar —el único que puede salvarnos—, más nos vale acudir a la escuela de aquella que es la Maestra suprema en el arte de amar. Ninguna criatura ha amado tanto ni tan bien a Dios como María. Ninguna ha amado ni ama a los hombres como Ella, porque es su Madre.
Por eso, María es el camino más corto y más hermoso para llegar a Jesús. El camino más fácil para conocer al Hijo es el Corazón de su Madre. Nadie como Ella nos enseña a amarlo.