Este domingo de Pascua: Pentecostés es una de las fechas más importantes en la Iglesia católica. Pentecostés representa el momento en que Jesús ha terminado su misión aquí en la tierra. Nos dejó “solos”. No imaginamos los sentimientos que corrieron en el interior de los apóstoles. ¿Mucha tristeza? Más bien, bastante miedo.
Ahora ¿cómo podrán ellos sostener la Iglesia que el mismo Hijo de Dios les ha encomendado?. Pero no, Cristo no les deja sólos, tienen a la Virgen María, y ya mismo, a la tercer Persona de la Santísima Trinidad, el Espíritu Santo. Por eso el Domingo de Pascua de Pentecostés es tan importante.
Esto decía Pablo VI sobre la solemnidad de Pentecostés:

«La Iglesia tiene necesidad de su perenne Pentecostés. Necesita fuego en el corazón, palabras en los labios, profecía en la mirada. La Iglesia necesita ser templo del Espíritu Santo, necesita una pureza total, vida interior. La Iglesia tiene necesidad volver a sentir cómo sube desde lo profundo de su intimidad personal, como si fuera un llanto, una poesía, una oración, un himno… la voz orante del Espíritu Santo, que ora en nosotros y por nosotros (…). La Iglesia necesita recuperar la sed, el gusto, la certeza de su verdad, y escuchar con silencio inviolable y dócil disponibilidad la voz, el coloquio elocuente y contemplativo del Espíritu, que nos enseña “toda verdad”». (Pablo VI)
Explicación Evangelio de san Juan 20, 19-23 | Pentecostés
Nos cuenta nuestro querido Benedicto XVI el 31 de mayo de 2009 sobre la Iglesia:
La Iglesia esparcida por el mundo entero revive hoy, solemnidad de Pentecostés, el misterio de su nacimiento, de su «bautismo» en el Espíritu Santo (cf. Hch 1, 5), que tuvo lugar en Jerusalén cincuenta días después de la Pascua, precisamente en la fiesta judía de Pentecostés. Jesús resucitado había dicho a sus discípulos: «Permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto» (Lc 24, 49). Esto aconteció de forma sensible en el Cenáculo, mientras se encontraban todos reunidos en oración junto con María, la Virgen Madre.
Como leemos en los Hechos de los Apóstoles, de repente aquel lugar se vio invadido por un viento impetuoso, y unas lenguas como de fuego se posaron sobre cada uno de los presentes. Los Apóstoles salieron entonces y comenzaron a proclamar en diversas lenguas que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, que murió y resucitó (cf. Hch 2, 1-4).
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El Espíritu Santo, que con el Padre y el Hijo creó el universo, que guio la historia del pueblo de Israel y habló por los profetas, que en la plenitud de los tiempos cooperó a nuestra redención, en Pentecostés bajó sobre la Iglesia naciente y la hizo misionera, enviándola a anunciar a todos los pueblos la victoria del amor divino sobre el pecado y sobre la muerte.
El Espíritu Santo es el alma de la Iglesia. Sin él, ¿a qué se reduciría? Ciertamente, sería un gran movimiento histórico, una institución social compleja y sólida, tal vez una especie de agencia humanitaria. Y en verdad es así como la consideran quienes la ven desde fuera de la perspectiva de la fe.
Pero, en realidad, en su verdadera naturaleza y también en su presencia histórica más auténtica, la Iglesia es plasmada y guiada sin cesar por el Espíritu de su Señor. Es un cuerpo vivo, cuya vitalidad es precisamente fruto del Espíritu divino invisible.
Meditación del Padre Morales sobre Pentecostés

Pentecostés no es sólo la gran fiesta litúrgica en honor de la Tercera Persona de la Santísima Trinidad. La Iglesia celebra en este día no únicamente la venida del Espíritu Santo, sino, sobre todo, la consumación indispensable de la obra gloriosa de Cristo inmolado y resucitado.
Si la Pascua es la aurora de la gracia, Pentecostés es el cenit. Si la Pascua es comienzo de la salvación, Pentecostés es plenitud. La Resurrección alcanza en este día «su cima, sin perder nada de su esplendor» (San Agustín). «Hoy llegamos a la cumbre misma, al summum de todos los bienes, a la metrópoli de todas las solemnidades, al fruto sazonado de la promesa del Señor» (San Juan Crisóstomo).
Pentecostés, último y refulgente eslabón del misterio pascual. Sin la efusión del Espíritu Santo, la obra de nuestra redención no se nos aplicaría. Cierto, la Resurrección devuelve ya la vida a nuestra naturaleza, y la Ascensión la coloca a la derecha del Padre. El triunfo de la vida sobre la muerte, la subida al cielo se ha efectuado sólo en la Cabeza. Cristo tiene que transmitir la vida nueva, que tiene en plenitud, a todo el Cuerpo místico. Esto lo hace en Pentecostés enviándonos su Espíritu. Nuestra redención la realiza completa Cristo. El Espíritu Santo nos la completa, nos la comunica.
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La Epopeya del Espíritu Santo
Se inicia una epopeya de conquista en el mundo. Una epopeya que todavía no ha acabado. Sólo concluirá cuando se salve el último de los escogidos. El Espíritu Santo se apodera del corazón de unos hombres insignificantes, de unas mujeres débiles. Desencadena una epopeya de amor. Avasalladora, se adueñará del mundo.
Domingo de Pentecostés. Doble milenario del nacimiento de la Iglesia. Aniversario de una fundación gloriosa, la más fecunda y bienhechora que conoce la humanidad. La Iglesia, luz y vida divina para los hombres, como el Cristo a quien prologa. Y María en el cenáculo, en medio de nuestros primeros hermanos en la fe, Madre de la Iglesia naciente de Cristo, que empieza a vivir en aquellos hombres, en aquellas mujeres.
María, Madre de la Iglesia
Armonía maravillosa, simetría perfecta, distinguen siempre las obras de Dios. La Virgen, Madre en la anunciación del Hijo divino que se mece en sus entrañas, será también Madre de la Iglesia naciente en el cenáculo; de esa Iglesia, que es Cristo prolongado y extendido en cada cristiano.
«Y nació por el Espíritu Santo de Santa María Virgen», decimos de Jesucristo en el Credo. También la Iglesia en este día de Pentecostés, yo, partecita diminuta, pero vital, de este maravilloso Cuerpo místico, nazco por el Espíritu Santo de Santa María Virgen. Y la Cruzada de la Inmaculada, Esposa de Jesús en la Anunciación, se hace también Madre de las almas en Pentecostés.
La Expansión del Cristianismo
Pentecostés es el Espíritu Santo triunfando de la pequeñez e insignificancia de unos pocos hombres y mujeres, barreduras del mundo, despreciables, como dirá Pablo años adelante (1 Co 1,26). Lo más abyecto y bajo a los ojos del mundo, eso eligió Dios para confundir a los poderosos. Ni ciencia, ni dinero, ni influjo humano de ninguna clase… Y se apoderan del mundo.
El resultado fue sorprendente. Situémonos en un punto culminante para contemplarlo. Es el año 64 del siglo I. Han transcurrido treinta desde el domingo de Pentecostés. En ese año, decisivo en la historia del catolicismo primitivo, nuestros hermanos son reconocidos como cristianos por la autoridad romana. Nerón les aplica las primeras medidas persecutorias. Pedro y Pablo se disponen a regar con su sangre los cimientos de la Iglesia de Roma.
En sólo treinta años, los testigos de Pentecostés han llevado a Cristo en todas direcciones: han invadido el Asia Menor, han surcado el Mediterráneo, bañando en luz sus costas. Un relámpago que, partiendo de Siria, ilumina casi al mismo tiempo las tres grandes penínsulas: Asia Menor, Grecia, Italia.
Muy pronto, un segundo reflejo abraza en su luz casi todas las costas mediterráneas. La epopeya no ha hecho más que comenzar. Doscientos años más tarde, cuando después de treinta de paz estalla la persecución más violenta que conoce la historia, Diocleciano intenta ahogar en sangre la peligrosa secta que se dilata por toda la geografía del imperio y amenaza suplantarlo.
Dieciocho años de persecución cruelísima. Pero en 313 el Edicto de Milán marca la conversión del imperio al cristianismo. El sol de Pentecostés había alcanzado por entonces su cenit. Ilumina las fronteras del imperio más vasto del mundo. Anuncia ya una nueva cultura. Sobre las ruinas de Roma forjaría la Iglesia la civilización occidental, alma de Europa y del mundo moderno.
La epopeya de Pentecostés se realiza por unos pocos hombres y mujeres. Se ha apoderado de ellos el amor y la fortaleza. Es el Espíritu Santo. Ese Espíritu les comunica valentía y constancia desconocidas.