“La Cuaresma es el tiempo para (…) reconocer que nuestras pobres cenizas son amadas por Dios. Es un tiempo de gracia, para acoger la mirada amorosa de Dios sobre nosotros y, sintiéndonos mirados así, cambiar de vida. Estamos en el mundo para caminar de las cenizas a la vida. Entonces, no pulvericemos la esperanza, no incineremos el sueño que Dios tiene sobre nosotros. No caigamos en la resignación. Y te preguntas: ¿Cómo puedo confiar? El mundo va mal, el miedo se extiende, hay mucha crueldad y la sociedad se está descristianizando… Pero ¿no crees que Dios puede transformar nuestro polvo en gloria?” (Francisco).
El drama del hombre actual
Hoy es difícil entender la Cuaresma, sencillamente porque la conciencia de Dios está muy oscurecida, y en consecuencia está oscurecida también la conciencia de pecado. A pesar de lo frecuentemente que aparece la realidad del pecado en la Sagrada Escritura, esta tremenda palabra está prácticamente desterrada del lenguaje moderno. Ya decía San Pablo VI:

“Los hombres, en los juicios de hoy, no son considerados pecadores. Se ha perdido el concepto de pecado. Es decir, la ruptura de la relación con Dios, causada por el pecado.
San pablo VI
Si la Cuaresma llama a la conversión, y no hay conversión sin aborrecimiento del pecado, ¿cómo podemos vivir bien este tiempo especial?
“A lo sumo, el hombre reconoce que tiene fallos, debilidades, incorrecciones en su comportamiento… Pero esto no basta, porque el pecado es mucho más que eso: es dar la espalda a Dios y a su amor, y, por tanto, dejar de amar al prójimo como a sí mismo. El pecado es un acto deliberado mediante el cual nos oponemos al plan de Dios, a sus mandatos revelados en la alianza y, en último término, al mandamiento del amor dado por Cristo en la Última Cena. El pecado afecta de manera decisiva la relación entre dos personas llamadas a amarse: Dios y el hombre, el hombre y su prójimo”.
El drama del hombre se manifiesta en toda su crudeza: por un lado, el pecado lo aleja de Dios; por otro, no puede vivir sin Él. El deseo de conocer realmente a Dios, de ver su rostro, está grabado en todos los seres humanos, incluso en los ateos.
Este deseo solo se colma siguiendo a Cristo, el Dios vivo y verdadero que ha venido a nuestro encuentro. Por eso, si queremos ser felices y plenos, nuestra existencia debe orientarse al encuentro y al amor con Jesucristo.
La urgencia de la conversión ¡Es hora de volver a Dios!
Precisamente por esta necesidad vital de Dios y el drama del hombre, San Juan Pablo II clamaba con dolor:
“Permitidme gritar fuerte: ¡es hora de volver a Dios!
San Juan Pablo II
A quien todavía no tiene la alegría de la fe, se le pide la valentía de buscarla con confianza, perseverancia y disponibilidad. A quien ya tiene la gracia de poseerla, se le pide que la aprecie como el tesoro más valioso de su existencia, viviéndola profundamente y testimoniándola con pasión.
Nuestro mundo tiene sed de una fe profunda y auténtica, porque solo Dios puede satisfacer plenamente las aspiraciones del corazón humano. Es necesario volver a Dios, reconocer y respetar sus derechos.
Pidamos a la Santísima Virgen esta conciencia renovada. Ella quiere ponernos en guardia ante los peligros que se ciernen sobre la humanidad y nos pide que respondamos a la fuerza oscura del mal con las armas pacíficas de la oración, el ayuno y la caridad” (San Juan Pablo II, 7 de marzo de 1993).
Este “volvernos a Dios” es la esencia de la conversión, que es la primera palabra del Evangelio, la palabra permanente, central y definitiva: “Convertíos y creed en el Evangelio”.